Sábado Santo

En vigilia con la Madre.

El Evangelio del día es Mateo 28, 1-10

Hoy es Sábado Santo, jornada de recogimiento y vela a la espera de la Vigilia Pascual en unión con la Virgen María. Es el día de la Madre y de aquí todos los sábados se dedican a Ella. El motivo es que cuando la Comunidad Apostólica estaba hundida por la condenación y Muerte del Maestro, La Virgen mantuvo firme la Fe en que el Señor ya había anunciado su Pasión, Muerte y Resurrección.

Es el día del silencio: la comunidad cristiana vela junto al sepulcro. Callan las campanas y los instrumentos. Se ensaya el aleluya, pero en voz baja. Es día para profundizar. Para contemplar. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.

La Cruz sigue entronizada desde ayer. Central, iluminada, con un paño rojo, con un laurel de victoria. Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad.

Es el día de la ausencia. El Esposo nos ha sido arrebatado. Día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está callado. Él, que es el Verbo, la Palabra, está callado. Después de su último grito de la cruz «¿por qué me has abandonado»?- ahora él calla en el sepulcro. Descansa: «consummatum est», «todo se ha cumplido».

El sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza, no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento: «nosotros esperábamos… «, decían los discípulos de Emaús.

Es un día de meditación y silencio. Algo parecido a la escena que nos describe el libro de Job, cuando los amigos que fueron a visitarlo, al ver su estado, se quedaron mudos, atónitos ante su inmenso dolor: «se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande» (Job. 2, 13).

Eso sí, no es un día vacío en el que «no pasa nada». Ni un duplicado del viernes. La gran lección es ésta: Cristo está en el sepulcro, ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo a donde puede bajar una persona. Y junto a Él, como su Madre María, está la Iglesia, la esposa. Callada, como él.

El Sábado está en el corazón mismo del Triduo Pascual. Entre la muerte del Viernes y la resurrección del Domingo nos detenemos en el sepulcro. Un día puente, pero con personalidad. Son tres aspectos – no tanto momentos cronológicos – de un mismo y único misterio, el misterio de la Pascua de Jesús: muerto, sepultado, resucitado:

«…se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo…se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, es decir conociese el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al universo entero».

En la noche de ese sábado con los ritos de la Vigilia Pascual “las tinieblas del Sábado Santo irrumpirán la alegría y la luz” y será “el canto festivo del Aleluya”. Se trata del “encuentro en la fe con Cristo resucitado y la alegría pascual se prolongará durante los cincuenta días que seguirán, hasta la venida del Espíritu Santo”.

“¡Aquel que había sido crucificado ha resucitado! Todas las preguntas y las incertidumbres, las vacilaciones y los miedos son disipados por esta revelación. El Resucitado nos da la certeza de que el bien triunfa siempre sobre el mal, que la vida vence siempre a la muerte y nuestro final no es bajar cada vez más abajo, de tristeza en tristeza, sino subir a lo alto. El Resucitado es la confirmación de que Jesús tiene razón en todo: en el prometernos la vida más allá́ de la muerte y el perdón más allá de los pecados”.

“La Cruz de Cristo es el signo de la esperanza que no decepciona; y nos dice que ni siquiera una lagrima, ni siquiera un lamento se pierden en el diseño de salvación de Dios. Pidamos al Señor que nos de la gracia de servir, de reconocer este Señor y no dejarnos pagar para olvidarlo”.

 

Virgen Dolorosa, ¡ruega por nosotros!

Ten valor y confía en Dios